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Los conflictos sindicales que se anuncian con particular fuerza este año no sólo se explican por la inflación; en una década, el kirchnerismo bajó la desocupación, pero no ganó aún la batalla al empleo en negro y el trabajo precario, mientras en el país la urgencia de preservar el valor del salario impide discutir reformas para disminuir la brecha entre ocupados e informales.

En un verano álgido, con la imagen aún presente de las protestas policiales de diciembre y la cumbre sindical opositora realizada hace unos días en Mar del Plata, todo anuncia que las paritarias serán difíciles y que la conflictividad laboral seguirá en alza durante 2014. Aunque en su discurso del miércoles la Presidenta no hizo referencia directa a esta cuestión, la presentación del plan Progresar, destinado a chicos vulnerables de entre 18 y 24 años que ni estudian ni trabajan, indica que algo quema en relación con el trabajo y su cruel contracara, el desempleo.

La inflación (entre el 8 y 25% anual, según qué organismo o consultora la mida), con su erosión del poder adquisitivo del salario, agita el malestar laboral. Pero el clima de creciente conflictividad no sólo se explica a partir de esta variable: la caída del empleo privado contrapuesta al crecimiento del sector público, el empleo en negro y la precariedad laboral son aspectos que ponen el caldero social al rojo, pese a las medidas que en su momento fortalecieron el salario mínimo, reactivaron las paritarias y regularizaron ciertas áreas de la actividad económica.

Por eso algunas voces lamentan que la preocupación por la inflación anule la posibilidad de discutir políticas que, además de paliar la situación de los excluidos, contribuyan a disminuir la brecha con los sectores más dinámicos de la economía.

En estos términos discurre el sociólogo e investigador del Conicet Agustín Salvia, también conocido por su desempeño en el Observatorio de la Deuda Social de la UCA.

A partir de su trabajo como director e investigador jefe del programa Cambio Estructural y Desigualdad Social en el Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, Salvia asegura: «Existe un conflicto social potencial generado por la falta de una política antiinflacionaria. Esto se habrá de expresar en los potenciales reclamos salariales que vendrán en los próximos meses. Lamentablemente, generará una vez más que las negociaciones colectivas se centren en proteger el valor real del salario y se deje de lado la discusión sobre la responsabilidad tanto de las empresas como del Gobierno en materia de generar políticas de empleo más activas a favor de los jóvenes y los sectores informales. Por supuesto que sin programas como la Asignación Universal por Hijo o Progresar habría más pobreza e indigencia en nuestra sociedad. Pero deberíamos pensar que estos programas no dejan de ser métodos asistenciales ante la ausencia de efectivas oportunidades laborales».

Luis Campos, coordinador general del Observatorio del Derecho Social de la CTA, considera que, para entender la situación actual, no basta con circunscribirse al análisis de los últimos diez años.

«Como tendencia general, desde 1976 hasta la crisis de 2001, se verifican una caída del salario real y una desestructuración del mercado formal de trabajo», indica. Es decir, durante todo ese período, en términos amplios, crecieron la informalidad y la precarización, aumentaron el desempleo y el subempleo y se hizo más evidente la distancia entre trabajadores ocupados y desocupados. Dentro de los ocupados, surgieron considerables diferencias entre quienes estaban registrados y quienes no; y dentro de los registrados, entre quienes pudieron mantener sus condiciones laborales y quienes fueron perdiendo derechos.

La crisis de 2001 llevaría este proceso al extremo, generando los valores más críticos de la historia de las variables ligadas al mundo del trabajo (salario real, desempleo y subempleo, trabajo no registrado, pobreza e indigencia, seguridad social). «Si uno toma el período 2003-2013, efectivamente va a encontrar mejoras sustanciales en la mayoría de los indicadores sociales -continúa Campos-. Aun así, esta mejora se concentra en el período 2003-2007, mientras que a partir de 2007 los ritmos de recuperación tienden a estancarse o a disminuir significativamente.»

¿En qué se basó la recuperación obtenida durante los primeros años del kirchnerismo? Hay acuerdo en destacar el fortalecimiento del salario mínimo, vital y móvil (al menos, hasta que la inflación comenzó a erosionarlo), la reactivación de las negociaciones colectivas, la ampliación de la protección laboral y regulaciones como las de los trabajadores rurales o los de casas particulares.

Pero también está el otro platillo de la balanza. En él, Salvia coloca la situación de los sectores más pobres e informales: miles de personas excluidas de casi todo -también de la posibilidad de ser representadas en las paritarias-, a quienes sólo les queda asistir al espectáculo del consumo y la riqueza generados en el último tiempo.

Modernos vs informales

Un trabajo de los sociólogos Diego Masello y Fernando Larrosa, publicado por el Centro Interdisciplinario de Estudios Avanzados de la Untref, postula que en nuestro país conviven dos mundos laborales: un sector «moderno», con empresas de alta productividad, buenos salarios, uso de tecnología y, por lo general, contratos inscriptos en la relación de dependencia, y un sector de «informalidad estructural», habitado por quienes subsisten en el cuentapropismo o en empleos de baja productividad, y en ocasiones trabajando en las propias casas, con la consecuente confusión entre circuito económico laboral y circuito doméstico.

Es el universo de la gran empresa de fachadas vidriadas, prepaga y personal bronceado tras las últimas vacaciones con la familia en Disney frente al día a día de quien, a pocas cuadras de esas mismas oficinas, vende panchos en un carrito propio, y dentro de unos meses quizás opte por vender garrapiñada y un día deba abstenerse de trabajar porque su hijo está enfermo y hay que instalarse desde la madrugada en la puerta de un hospital para conseguir turno. Si alguien le pregunta por su ocupación, él dirá que es vendedor, que por suerte tiene trabajo.

Por eso, más allá de las mejoras en las tasas de desempleo, Masello y Larrosa aseguran: «Los problemas relativos a la inserción dentro del mercado de trabajo estarían en el tipo de puesto de trabajo que tienen los ocupados más que en la propia creación de los mismos». Ambos sociólogos, que ubican el germen de esta estructura dual en los cambios económicos acaecidos a mediados de la década del 70, consideran que en los últimos diez años no se ha superado la brecha entre ambos universos laborales.

A este panorama se suma, en el marco de la desaceleración iniciada en 2007, la elevada proporción de empleo público en la generación de puestos de trabajo. Aunque los economistas Luis Beccaria (UNGS) y Roxana Maurizio (UNGS-Conicet) consideran que estos puestos bien podrían haber aumentado ante la necesidad de mejorar la provisión de educación, salud y otros servicios, alertan sobre un fenómeno: el debilitamiento de las ocupaciones privadas. Este último dato -indicio de una economía con problemas- se contrapone con una ocupación pública que padece, ella también, de precariedad. Tanto que, según la CTA, representa casi las dos terceras partes del total de los conflictos laborales, especialmente en las provincias y los municipios. «Estos trabajadores presentan altos niveles de precariedad en la contratación (contratados, pasantes, cooperativas de trabajo) o en los salarios extremadamente bajos», explica Luis Campos.

Los salarios perdidos

Frente a la abstracción a veces inalcanzable de los conceptos económicos, nada más comprensible que la realidad pura y dura del bolsillo. Lo saben los asalariados que en el último tiempo han visto cómo el poder de compra se les escurre de las manos, empujado también por el impacto del impuesto a las ganancias.

Beccaria y Maurizio ponen números y parámetros históricos a esa percepción. Estiman que la salida de la convertibilidad provocó una caída de los ingresos laborales reales del 30% entre octubre de 2001 y el mismo mes en 2002. A fines de ese año los salarios se estabilizaron e iniciaron un proceso de recuperación que llegaría hasta el 3,8% anual. Pero a principios de 2007 -año que parece marcar un fuerte antes y después- se aceleró la inflación y sobrevino el progresivo descenso de la capacidad adquisitiva del ciudadano de a pie.

Evidentemente, entre 2007 y 2009 se produjo un clivaje traducido, entre otras variables, en la desaceleración de la tasa de ocupación. Beccaria considera que 2012 podría significar otro hito: «Creo que aquí se podría estar inaugurando una tercera fase, ligada a las limitaciones al dólar, con una actividad económica que creció poco, a tasas más bajas que las de 2003/8. Una etapa de menor crecimiento -tranquiliza el economista-, pero no una crisis o recesión».

Por su parte, Campos sintetiza el periplo de la última década, con sus territorios ganados y perdidos, de modo muy gráfico: «Para ponerlo en números, el PBI es en la actualidad casi un 80% superior al de 2001, mientras que el salario promedio del conjunto de los trabajadores apenas ha recuperado la caída de 2002, y hoy es equivalente al de 2001, que en términos históricos ya era muy bajo. En cambio, sí ha habido una muy significativa reducción del desempleo, que en la actualidad presenta una magnitud más parecida a la de la década de los 80. Aunque con niveles más importantes de precariedad».

Entonces, la gran encrucijada: ¿festejar el bienvenido descenso de los niveles de desempleo o lamentar que muchos de esos puestos de trabajo impliquen contratos precarios, sueldos ínfimos, inestabilidad?

Mientras Jorge Alberto Sola, coordinador del Observatorio de Datos Económicos y Sociales de la CGT opositora, alerta sobre un «alarmante 36%» de empleo informal, Agustín Salvia describe: «En términos históricos lo que tenemos es la existencia de un piso casi estructural de precariedad laboral que está alrededor del 30% de los trabajadores asalariados y de un 45% si consideramos también a los no asalariados. Dentro de esta población excluida están justamente los chicos para los cuales el Gobierno ha lanzado el programa Progresar».

La gran cuestión es que, si se pretenden cambios realmente duraderos, no basta con enfocar los esfuerzos en restringir posibles abusos del sector empresarial o fomentar el estudio y la capacitación de futuros empleados. Si se hace todo esto, pero no se genera una estructura económica que genere empleos dignos donde desarrollar esas capacidades. la rueda del conflicto y la exclusión seguirá rodando.

Una vez más, la respuesta tendría que venir de un Estado capaz de promover un desarrollo diversificado, que adjudique de manera racional exenciones impositivas y protecciones legales para impulsar, además de grandes polos económicos, a las pequeñas empresas, los emprendimientos familiares, las cadenas de producción y comercialización regionales. Un enfoque que, indica Salvia, no terminó protagonizando ninguna gestión de los últimos veinte o treinta años. «En realidad, todo lo contrario: se ha tendido a promover el negocio de grandes consorcios», sentencia.

«Les está molestando un régimen de plena ocupación», se ufanó la Presidenta en su discurso, en un desconcertante olvido del programa que, en realidad, se estaba presentando. Desde ya que una baja en la tasa de desempleo no es sinónimo de ocupación plena. Salarios rezagados y vastos sectores de la población hundidos en condiciones laborales indignas, tampoco. Basta con saber de qué modo los afectados llevarán sus cartas a las próximas negociaciones.

 

Fuente: Diana Fernández Irusta, Suplemento Enfoques, diario La Nación

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