Ya hay más que suficientes testimonios que acreditan el papel del actual Jefe del Ejército, Teniente General César Santos Gerardo del Corazón de Jesús Milani, durante el terrorismo de Estado.
por Cárlos Abel Suárez, periodista.
La mayoría de los organismos de Derechos Humanos, incluso los más próximos al oficialismo, han cuestionado la terquedad de la presidenta Cristina Fernández en negar las evidencias y otorgarle mayor poder a Milani. Porque es inédito en el historial militar que Milani, al acceder al cargo de Jefe de Estado Mayor del Ejército, la más elevada jerarquía de la institución, conserve la jefatura de Inteligencia, su destino anterior, es decir que seguirá bajo su control esta actividad tan nefanda del Ejército, la más temible hasta para los propios cuadros militares. Además, apenas designado, logró que el gobierno reasignara partidas presupuestarias a Inteligencia, que duplican lo destinado a la misma función por las otras armas.
Es una gran paradoja que el gobierno que impulsó el juzgamiento de aquellos que cometieron crímenes contra la humanidad, aberrantes e imprescriptibles, dé un giro de 180 grados para transitar los últimos meses de su gestión restaurando al autoritarismo militar. Poner al frente del Ejército a un “entenado”, copartícipe del terrorismo de Estado, con una dote para gastar a gusto en espionaje. En la secretaría de Seguridad, de la que dependen Gendarmería, Prefectura y la Policía federal a Sergio Berni, otro veterano operador de Inteligencia de menor cuantía. No es difícil suponer, por consiguiente, que los cambios constituyan un todo coherente, de otros cambios políticos y económicos.
La sanción de la Ley Antiterrorista y el cuestionado Proyecto X, abrieron la puerta para violar la Ley de Defensa que estableció que era un delito comprometer a los militares en los conflictos internos del país y de usar los siempre poderosos aparatos del Estado y de las fuerzas de seguridad para espiar a los ciudadanos y ciudadanas. Una prohibición que nadie creyó que se cumpliera efectivamente, porque han sido frecuentes las denuncias de una que otra transgresión, algunas hasta el ridículo, como la que se ventilará en el juicio oral, que próximamente, enfrentan los fundadores de la Policía Metropolitana. La primera “acción” en la flamante fuerza de seguridad fue la de poner escuchas telefónicas al cuñado de Mauricio Macri, el jefe de la Ciudad. A su vez el abogado Ricardo Monner Sans – querellante en la causa del contrabando de armas a Croacia y Ecuador, durante la gestión de Carlos Menem solicitó al juzgado Criminal y Correccional Federal Nº 10, que se “realicen allanamientos en el Edificio Libertador” para verificar la existencia de una oficina, desde donde se “vigilaría” a conocidos periodistas. Puntualiza, la denuncia de Monner Sans que, en caso de comprobarse el supuesto espionaje, Milani podría haber cometido los delitos de violación de deberes de funcionario público y de violación de secretos y de la privacidad, que estipula el Código Penal. El jefe militar tiene que responder también a la acusación de enriquecimiento ilícito, ya que resulta sospechoso que con el sueldo de militar haya podido acceder a los bienes que declara como propios.
Varios testigos han relatado ante la justicia la participación de Milani en la represión realizada por “los grupos de tareas” en La Rioja y Tucumán; figurando en el listado militares que integraban el tenebroso Batallón 601 de Inteligencia y registrado como represor, desde 1984, en el informe de la Comisión Provincial de Derechos humanos. Al sostener a Milani el gobierno kirchnerista da un giro de 180 grados en Derechos Humanos e ingresa en un terreno pantanoso. Será difícil justificar el procesamiento y lograr una condena firme en los tribunales de cientos de casos como el de Milani: ¿o existe el principio de “obediencia debida” para los que aplauden al gobierno y actúan de “nacionales y populares” y condena para los otros? Estamos en un problema. No hay represores buenos o ex represores, como bien lo expresó Norma Morandini en el Senado de la Nación, en oportunidad del tratamiento del pliego de su nombramiento como jefe del Ejército.
Una transición difícil y contradictoria
Los padecimientos, la lucha, las dificultades de los pueblos latinoamericanos para superar el militarismo, las dictaduras militares, fue una conquista civilizatoria. Por cierto con eso no se llegó al cielo; existen las transnacionales, la deuda externa, la exclusión, la explotación y la plusvalía. Pero hasta los años ´80-´90, teníamos todas estas lacras más los gobiernos militares en casi todo el Continente. Por ello es conveniente un repaso del pasado reciente para no cometer viejos errores y que lo que una vez tiramos al cesto de los desperdicios no vuelva a entrar por alguna chimenea disfrazado de Papa Noel o viejito Pascuero, como lo llaman en Chile. El militarismo se retiró por la lucha de los pueblos, particularmente del movimiento obrero, por la acción colectiva de hombres y mujeres comprometidos con la democracia y los derechos humanos. También supo retroceder por daños colaterales de sus propias torpezas o de las necesidades de las clases dominantes. Raúl Alfonsín, cinco días después de asumir, mandó a juzgar a las tres Juntas Militares, responsables de la peor dictadura que asoló la República Argentina entre 1976-1983. La legitimidad electoral y el apoyo popular del que gozaba Alfonsín por momentos opacaba la claridad del análisis: pero se trataba de un gobierno débil.
La herencia económica y por lo tanto social era catastrófica, el peronismo que había sido derrotado en las elecciones generales, sin embargo había ganado en los Estados provinciales más conservadores; la relación de fuerzas en el Senado era desfavorable al oficialismo y los militares, antes de irse, habían dictado una auto amnistía y quemado gran parte de la documentación relacionada con los crímenes y aberraciones cometidas.
Para peor, el candidato del justicialismo, Ítalo Lúder, se había comprometido con esa auto amnistía, es decir, los mandos militares se sentían legitimados políticamente y controlaban los puestos de mando de las tres armas y de las fuerzas policiales de todo el país. Sólo un pequeño grupo de casi heroicos ex uniformados, ya veteranos, que había sido separados y hasta encarcelados durante la dictadura, formaron el Centro de Militares para la Democracia (CEMIDA), alrededor del repudio a la Doctrina de la Seguridad Nacional en la que se habían formado por décadas los cuadros castrenses. “A mí me quedan dudas acerca de la existencia de una vocación militar. En los últimos años han demostrado únicamente una vocación policial” señalaba en aquellos días el Coronel (R) Luis César Perlinger, del CEMIDA.
No obstante, esa relación de fuerzas desfavorable y no sin discusiones internas en el propio gobierno – a dos ministros de Defensa, Raúl Borrás, y Roque Carranza, se les quebró la salud en los dos primeros años -, Alfonsín decidió poner a los jefes militares en el banquillo de los acusados.
Cuando el juicio a las juntas había transitado la mitad de su tiempo (se inició el 22 de abril y dictó la sentencia el 9 de diciembre de 1985) un editorial de El País advertía “En el envite jurídico va la supervivencia de la propia presidencia de la República: si los nueve triunviros resultaran absueltos o sentenciados a penas pequeñas y simbólicas, el hombre que firmó su procesamiento no duraría una semana en su despacho de la Casa Rosada”. Y agregaba más adelante “Tanto da si en el proceso se prueba un crimen o 30.000, por cuanto en el ánimo de todos está el convencimiento moral, más allá de toda duda, de la comisión de incontables atrocidades por la dictadura militar.
El juicio de Buenos Aires, errónea e interesadamente calificado de Nuremberg criollo, carece de otro precedente que el proceso a los coroneles griegos después de la ocupación turca de Chipre. Con la diferencia de lo especialmente abominable de la represión argentina y de que por primera vez en la historia se juzga penalmente a tres ex presidentes consecutivos de una nación y a tres cúpulas completas de sus Fuerzas Armadas. El reto es enorme, y todo tipo de asechanzas aguardan al gobierno constitucional. El juicio es, en definitiva, un gran proceso en el fin del mundo contra la prepotencia del poder – civil o militar – y en reclamo del derecho como única muralla contra el extravío de la razón. Debería ser amparado por todos los ciudadanos libres del mundo. Sin embargo, en las bancadas de la Cámara Federal de Apelaciones de Buenos aires sólo toman asiento dos solitarios observadores internacionales: representan a la Asociación Española de Defensa de los Derechos Humanos y a Amnistía Internacional”.
Lo que entonces se llamó “El Juicio del Siglo” fue un acontecimiento que sacudió a la opinión pública y al territorio de la política le formuló nuevos problemas. La cuestión militar, lejos de haber cerrado el capítulo de las responsabilidades penales en las cúpulas militares, abrió centenares de nuevos procesos. Ricardo Molinas, por ejemplo, un ciudadano ejemplar que no tenía ni custodia ni auto oficial, a cargo de la Fiscal Nacional de Investigaciones Administrativas comenzó a trabajar sobre la responsabilidad de las empresas y funcionarios civiles en los gobierno militares, un tema casi más peligroso que juzgar represores.
El juicio y el fallo que condenó a las Juntas fue considerado por la derecha como un “ataque al prestigio de la institución militar” (lo mismo que hoy dice Milani con relación a las denuncias de las víctimas de la represión que lo comprometen), los cuarteles deliberaban, mientras que en la izquierda y en los organismo de DDHH se polemizaba sobre claroscuros de la sentencia. “Mucho se ha dicho y escrito al respecto por parte de apologistas y de detractores. No cabe la menor duda que para los luchadores por los Derechos Humanos, para los militantes por el progreso social y cultural de la humanidad, este fallo ha disipado ilusiones y expectativas y nos deja un sabor amargo. Para unos porque esperaban de un Estado burgués en proceso de recomposición la satisfacción de su necesidad de justicia. Para otros, porque el fallo nos recuerda el largo camino que queda aún por recorrer para alcanzar esa justicia que aspiramos. Porque nos muestra que sólo hemos recorrido un tramo y que la meta está aún lejana. Pero reconocer la distancia de la meta, no nos puede llevar a menospreciar el camino ya recorrido, los niveles ya conquistados”, escribía el abogado y dirigente trotskista Ángel Fanjul, en 1986, cuando la sentencia de la Cámara pasó a revisión por la Corte Suprema de Justicia.
Algo de aire fresco representaba el proceso democratizador y desmilitarizador argentino, pero en un contexto latinoamericano y mundial adverso. Eran los tiempos de Ronald Reagan y la Dama de Hierro, de la contra nicaragüense, donde los represores argentinos todavía cotizaban en el mercado de mercenarios expertos en crímenes horrendos. Pinochet amenazaba quedarse por décadas en Chile, todavía se encarcelaba y torturaba en Uruguay y en Bolivia, mientras que en Brasil la transición a la democracia caminaba a paso de tortuga. Un mundo que no había cerrado la cuenta de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría se calentaba de a ratos. Y no se trata de una metáfora. Mientras en el Palacio de Tribunales se juzgaba a las Juntas de la dictadura argentina, a pocas cuadras de allí, en la avenida Las Heras y Austria, precisamente el 5 de junio de 1985, una modesta manifestación convocada por el Movimiento Judío por los derechos Humanos, exiliados paraguayos y militantes de izquierda, reclamaba frente a la representación diplomática de Paraguay, que el dictador Alfredo Stroessner dejara de salvaguardar a Josep Menguele. Había entonces evidencias de la presencia del asesino de Auschwitz en Paraguay, amparado por Stroessner, un déspota que nunca fue juzgado en su país y murió tranquilamente cuidado en Brasil. Protector y protegido tuvieron la misma suerte.
El 25 de Septiembre de 1986, pocos meses antes del primer levantamiento de los Carapintadas contra Alfonsín, el ex presidente Arturo Frondizi, disertaba en el Círculo de Oficiales de la las Fuerzas Armadas de la avenida Quintana. En un salón repleto de viejos y nuevos oficiales, entre ellos figuras de primera línea de la dictadura, dinosaurios que lo habían vapuleado durante su presidencia, y varios con mando de tropa, Frondizi denunció que “el país está en estado de indefensión”. Renovó así una sociedad con lo más reaccionario del país, que no abandonará hasta el final de sus días.
Cultor durante su presidencia de la teoría del “frente interno”, que venía de lejos y que derivó en la Doctrina de la Seguridad Nacional, testigo del terrorismo de Estado que secuestró y masacró a su hermano Silvio y a cuatro sobrinos, Frondizi dijo en esos momentos cruciales de rescate de la democracia que “la historia del Ejército es la historia de la Nación misma y la patria y el Ejército están ligados (…) destruir a las instituciones militares es como destruir a la patria misma”. Ese día se cansó de arrancar aplausos de los uniformados con frases que justificaban todos los golpes militares “no hagamos un capítulo de cargo contra los militares, sino contra toda la sociedad en su conjunto”. Hombre inteligente, en un punto no rompía con sus viejas ideas desarrollistas: “Nosotros no podemos ser ingenuos o solucionamos las cuestiones de fondo que llevan a esos golpes, o el país seguirá corriendo todos los riesgos”.
En esos días, en que los jueces comenzaban a procesar a los represores, luego del fallo contra los triunviros y cuando se discutía una Ley de Defensa Nacional, que apuntaba a cerrar el capítulo del “frente interno”, Frondizi provocó el delirio de los oyentes cuando puntualizó: “que no me digan ahora que los antecedentes radicales no permiten que las fuerzas armadas actúen en cuestiones internas “ y recordó la represión de la Semana Trágica de 1919 y de las huelgas en la Patagonia, durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen. Como si todo lo que había dicho fuese poco agregó: “en la Argentina los grupos subversivos no actúan todavía, pero están organizados, están dentro y fuera del gobierno”.
Pizza y Champán
La posteridad fue inmisericorde con Raúl Alfonsín al pronunciar aquella frase: “la casa está en orden”, con el que pretendía cerrar el capítulo de la primera rebelión militar de Semana Santa, comandada por Aldo Rico, y en cuyo entorno aparece en las fotografías publicadas por la prensa en esos días de Semana Santa, el actual Jefe del Ejército César Milani. Las sublevaciones Carapintadas y el insólito, absurdo y confuso ataque al cuartel de La Tablada pusieron el epílogo del gobierno de Alfonsín en cuanto al problema militar.
En medio de la formidable hiperinflación llegó al gobierno Carlos Menem, con un nebuloso programa, especialmente con respecto a los militares. Habían trascendido algunos acuerdos con el sector Carapintada, todo posible en un Menem que había prometido una vela a todos los santos de todas las religiones. Una vez en el gobierno firmó el indulto de los jefes de la dictadura condenados y presos con sentencia firme, una medida que también alcanzó a dirigentes de la guerrilla de los ´70. El indulto, además de concitar el repudio de los defensores de los derechos humanos, no aquietó las aguas militares.
Por un lado los Carapintadas querían cobrar la supuesta factura que Menem les debía, ex miembros de la dictadura volvieron a ocupar puestos relevantes en los medios y en la vida pública. Varios represores se lanzaron a la carrera política, entre los más destacados y que tuvieron logros electorales: Domingo Bussi, el carnicero de Tucumán, David Ruiz Palacios en el Chaco, Juan Alberto Pita en Corrientes, Roberto Ulloa en Salta. Aldo Rico (el Ñato) primero llega a diputado, luego convencional constituyente, Intendente de San Miguel, y ministro de Seguridad en la provincia de Buenos Aires; el subcomisario torturador Luis Abelardo Patti es designado como superpolicía en Catamarca, (para embarrar la investigación del asesinato de la joven María Soledad cometido por los hijos del poder) después arrasa en las elecciones para Intendente de Escobar; la lista sigue con otros personajes de menor talla.
Entre las tareas encomendadas a los militares en la era de la pizza y el champán, figura la realizada por Andrés Antonietti, brigadier de la Fuerza Aérea. El aviador, que circulaba en la Corte menemista, asume, entre otros mandados, el desahucio de la esposa de Menem, Zulema Yoma, y de su hija Zulemita. Echándolas de la residencia presidencial de Olivos, resolvió Menem – con ayuda del Brigadier – sus pleitos de divorcio.
Sin embargo la crisis golpea la puerta de todos y también a la de los militares. Los salarios de oficiales y suboficiales fueron licuados por la inflación y se amplía la brecha entre los de más abajo del escalafón con lo que ganan los jefes. Un oficial del Estado Mayor, según La Nación del 4 de noviembre de 1990, confesaba: “La situación salarial es insostenible y no tenemos más remedio que mirar al costado – o directamente aceptarlo – cuando nos enteramos que nuestros hombres tienen otro trabajo”. Qué lleva a una empresa civil a contratar militares, pregunta el periodista: “Es gente muy responsable, eficiente, que trabaja mucho y no cuestiona el sueldo”. En esos días se estimaba que más de la mitad de las 2.500 personas que trabajaban en el edificio Libertador, tenían doble empleo. Era frecuente encontrarse en esos días con un suboficial en actividad manejando un taxi.
“Hay una proletarización de la sociedad argentina que comienza con los docentes y con las FFAA. Yo no soy marxista y por lo tanto no pienso que la condición material sea determinante, sin embargo condiciona”, advertía con picardía el ex jefe carapintada, Aldo Rico, en octubre de 1990.
En ese año se postergó la baja de los conscriptos porque las FFAA declaraban que no tenían fondos para la revisación médica (placas radiográficas, etc.) de la clase 1972 que debían reemplazarlos. En septiembre se anunció la liquidación de los Liceos Militares, una medida que fue resistida y finalmente quedaron funcionando en una especie de cogestión Ejército- Ministerio de Educación y capital privado.
La penuria no terminaba allí, tomó un cariz tragicómico. Edificios militares eran alquilados para fiestas civiles, casamientos, cumpleaños, y hasta un cuartel con camiones y soldados (trabajaban de extras) fue arrendado a la producción de la película Siete días en el Tibet, filmada en Uspallata, Mendoza y protagonizada por Brad Pitt; lo que provocó una protesta formal de la embajada China. El 7 de abril de 1991, cayó preso el coronel Luis Pereyra, de la rama de ingenieros, que había organizado una banda de piratas del asfalto (en la que estaban involucrados ocho uniformados), con sede en el Batallón 601 de Arsenales Domingo Viejobueno. Trasladaban la mercadería robada en camiones del Ejército camuflados. La Nación entrevistó al General Aníbal Laiño, director de Relaciones Institucionales del Ejército: – ¿El auge de delitos en los cuales aparecen implicados algunos militares puede obedecer a alguna causa en particular? ¿Tal vez los bajos salarios?
“No existe causa alguna que pueda justificar que cualquier ciudadano cometa un delito común y menos que ese ciudadano sea un militar. Por ser hombre de armas, los militares estamos regidos por códigos de honor que nos obligan a mantener una conducta irreprochable y por ello también recae sobre nosotros una doble condena: la de la sociedad, a través de la justicia, y la que nos impone la institución al separarnos de sus filas”.
Días después, Erman González, el cuatro ministro de Defensa de la era de Menem, anunciaba un plan de “profundas transformaciones estructurales, en búsqueda de un país moderno, en pleno crecimiento y en un marco de justicia social distributiva y de participación. Dentro de ese plan, cabe la necesaria reestructuración de las FFAA y de seguridad, que deberán ir adecuándose en dimensión, capacidad, eficiencia y misiones específicas a los objetivos propuestos”. Explicaba, que había 56.000 militares en actividad y 79.000 en retiro, lo que significa una relación de 1 activo por 1,4 pasivo. En tanto las jubilaciones y pensiones estaban enganchadas en un régimen especial con los activos, el futuro se presentaba sombrío. Desde entonces, para los militares y para el resto de las fuerzas de seguridad, se diseñó un críptico sistema, donde todos los aumentos constituyen adicionales, una suerte de anabólicos, pero el básico (por el que se jubilan) no se mueve. Ello terminó estallando en la crisis de la Gendarmería y de la Prefectura el año pasado.
Última patrulla Carapintada: el neo falangismo criollo
Las leyes de Punto Final y Obediencia Debida del gobierno de Alfonsín, el indulto y el acelerado rumbo conservador de Menem, habían impactado en la interna militar, dispersando a los Carapintadas. El chantaje del retorno al pasado fue reemplazado por las contingencias de la economía real. Quedaba en solitario un grupo orientado por el coronel Mohamed Alí Seineldín, destacado como combatiente en la guerra de Malvinas, un ultra nacionalista católico, peronista, y durante algunos años agregado militar en Panamá y amigo del célebre Gral. Manuel Noriega.
El de Seineldín era un grupo pequeño de fanáticos, pero de gran actividad y presencia en los medios de comunicación, con base entre los suboficiales, por lo que era muy difícil medir su influencia real en un panorama como el que transitaban las fuerzas armadas.
En octubre de 1990, Seineldín entregó en la residencia de Olivos una carta dirigida a Menem, en la que analizaba la situación de la fuerza. La falta de imaginación del trágicamente pintoresco jefe militar está retratada en el texto: al describir la penuria por la que, según él, atravesaba el Ejército, usaba las mismas frases (un plagio) de la última carta de Francisco Franco (más tarde el Generalísimo) al ministro de Guerra de la II República, horas antes de la sublevación que daría comienzo a la Guerra Civil. Seineldín también ignoraba que con esa “gesta” emulaba a Juan Carlos Onganía, que pronunció un discurso en 1966 copiando palabra por palabra una arenga de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la falange. De tales palos tales astillas.
La carta entregada pasando por arriba del orden jerárquico, fue la oportunidad para que el entonces Jefe de Estado Mayor del Ejército, teniente Gral. Martín Bonnet, le sumara otras faltas al protocolo cuartelero y lo mandara a la cárcel.
El domingo 2 de diciembre, La Nación publicó sin firma una curiosa entrevista al General Bonnet, donde asegura que la relación del Ejército con el poder político “es excelente”. Se queja de la situación salarial de la fuerza y se autodefine como “un profesional estrictamente reglamentario que nunca aspiró a otra cosa que no fuera poder cristalizar su vocación por la carrera de las armas”. “¿Qué le molestó en los últimos tiempos?”, la pregunta complaciente del periodista. “Quizá lo más difícil fue superar ciertos ataques a la conducción. Ataques destinados a romper el alma misma de la institución que es la cohesión y la disciplina”.
En la madrugada del lunes varios cuarteles militares, el poderoso y estratégico Regimiento 1 de Patricios, el escuadrón Albatros de la Prefectura Naval y el edificio Libertador sede de la Jefatura del Ejército estaban en manos de militares sublevados. Varios intentos en el interior del país fracasaron o quedaron a la espera a ver cómo se inclinaba la balanza. Seineldín, preso en San Martín de los Andes fue acusado de ser el ideólogo del golpe que los amotinados habían bautizado: Plan de Operaciones Virgen de Luján. Según confesiones posteriores del jefe de la SIDE (Secretaría de Inteligencia), Hugo Anzoarregui, hacía varios meses que negociaban con Seineldín, quién les habría asegurado que no iba contra el presidente sino contra el Jefe del Ejército. Menem declaró el Estado de Sitio y Bonnet dio la orden a sus comandantes de que los sublevados se rindan “en calzoncillos, con las manos en la nuca y descalzos”, algo que no había sucedido entre militares en los golpes y escaramuzas del pasado.
El aplastamiento de la última patrulla de Carapintadas costó trece muertes y cientos de heridos, entre ellos periodistas que cubrían los combates. Seineldín fue condenado y recién liberado por un indulto del ex presidente Eduardo Duhalde en 2003. Como un efecto no deseado por Menem ni sus políticas neoliberales, el protagonismo de los militares tendía a cero, pero todavía faltaba otra vuelta de tuerca. La última rebelión Carapintada agotó poco después a Bonnet y asumió su segundo y jefe de comando en la derrota de la intentona golpista: Martín Balza.
Final de la “colimba” (correr-limpiar-barrer), a la que varios quieren reimplantar
Como si no hubiesen sido suficientes las tragedias provocadas por el militarismo en Argentina, el salvajismo tenía que cobrarse la vida del soldado Omar Carrasco. El colimba – según la jerga que describía muy bien sus funciones – Carrasco fue incorporado a los 18 años, el 3 de marzo de 1994, en el Grupo de Artillería 161 de Zapala (Neuquén). A los 3 días Omar había sido declarado desertor, mediante un procedimiento similar al utilizado por el entonces teniente Milani con el colimba Alberto Agapito Ledo. La diferencia es que el cadáver de Carrasco apareció un mes después de su “deserción”. Carrasco con su muerte y su cadáver pudieron “hablar” y Ledo nunca apareció. El libro del colega Jorge Urien Berri (El Último Colimba. El caso Carrasco y la Justicia arrodillada) describe el calvario del soldado Carrasco, la golpiza, el ocultamiento, la destrucción de las evidencias, el sucio trabajo de la Inteligencia del Ejército para embarrar la cancha, salvar a los altos oficiales descargando las culpas en los “perejiles” y la complicidad de los jueces en el proceso.
No obstante todo lo que se hizo para tapar el escándalo, la repercusión pública del crimen fue enorme, en circunstancias donde Menem necesitaba sumar para su reelección. Rápido de reflejos, el 31 de agosto de 1994, firmó el decreto que puso fin al Servicio Militar Obligatorio (SMO).
Hay varios despistados – el último ha sido Julio Cobos – que desde la crisis del 2001 piensan que restaurar alguna forma de SMO serviría como instrumento para contener a los millones de Ni-Ni, es decir a los jóvenes que no estudian ni trabajan, víctimas de la exclusión. La iniciativa de volver al SMO tiene la misma lógica que le dio origen.
La historiadora Hilda Sábato (que militó en un movimiento para su eliminación) ha recordado que luego de la guerra de Malvinas, el reclamo por la abolición del SMO fue tan intenso que el radicalismo lo incorporó a su Plataforma de 1983. Luego Alfonsín se olvidó, pese a que el partido Humanista juntó un millón de firmas para suprimirlo. Sin embargo, no toda la izquierda compartía esa posición.
Sin embargo, socialistas y anarquistas de comienzos del Siglo XX no dudaban. Vale recordar lo que se escribía en La Vanguardia: “Cuando nuestro partido se aprestaba a llevar a cabo una activa propaganda para pedir la derogación de la famosa ley sobre el servicio militar obligatorio, se formula en la Cámara, y en el momento más inesperado, una moción en ese sentido, patrocinada por un general de la Nación. En la sesión del lunes, el diputado Gral. Capdevilla propuso a la Cámara que se derogara la Ley sobre el servicio militar obligatorio y la moción pareció tan oportuna a algunos diputados, que quisieron discutirla sobre tablas(…)
Estamos de acuerdo con el Gral. Capdevilla en que se impone la supresión urgente de esa costosa y grotesca parodia que se llama servicio militar obligatorio. Estamos también de acuerdo en que los millones que se gastan en la vanidosa empresa de darnos un poco de barniz prusiano, mejor empleados estarían si se los dedicara a fomentar la instrucción pública, cuyos beneficios en muchas provincias argentinas no alcanzan ni al 20 por ciento de la población que está en edad escolar. Estamos de acuerdo con el Gral. Capdevilla en que el servicio militar obligatorio – enorme pastel que se amasa con el sudor del pueblo y el ocio enviciado de millares de hombres vigorosos – debe ser suprimido lo más pronto posible, a fin de que no eche raíces en nuestra tierra esa planta fatal tan ávida de savia como pródiga en frutos venenosos”. (…)
“Basta de veteranos inconscientes reclutados en los bajos fondos sociales. El pueblo quiere subvenir por sí solo a las escasas necesidades militares de nuestro país. Queremos la organización democrática de nuestras fuerzas armadas, queremos la milicia ciudadana, instruida de una manera racional y eficiente, con el mínimum de sacrificios para la economía nacional y para la salud y dignidad del ciudadano”. (8 de noviembre de 1902).
Pablo Ricchieri, no es sólo una avenida por la que se ingresa a Buenos Aires cuando se llega al aeropuerto internacional de Ezeiza. Fue un militar formado en Prusia, que con el grado de coronel ocupó el ministerio de Guerra de Julio Roca. Fue Ricchieri quien propuso el SMO sancionada en 1901. “… lo que pretendemos nosotros con esta ley es hacer pasar por las filas una cantidad de nuestros jóvenes para que a los dos años, al salir del Ejército, vayan a sus hogares y sean un poderoso elemento de moralización pública (…) Ante todo, según nuestro entender, el servicio militar obligatorio va a acelerar la fusión de los diversos y múltiples elementos étnicos que están constituyendo a nuestro país en forma de inmigraciones de hombres, porque no se nos negará que el respeto, sino el amor a la misma bandera, la observancia de la misma disciplina y quizás los mismos sinsabores, los mismos peligros, son hazas poderosas para realizar esta fusión de nacionales y extranjeros de que tanto necesitamos para llegar de una vez al tipo que nos tiene señalado el destino”.
En la misma tónica se inscribe la ordenanza de 1899, dictada por la policía de la Capital que ordenaba la represión de la vagancia, que apuntaba a los obreros desocupados o en huelga, al tiempo que creaba lo que fue con el tiempo la tenebrosa “Brigada de Orden Social” o “Sección Especial”. También en 1902, el senador Miguel Cané presenta el proyecto de expulsión de los extranjeros, que fue promulgada como la Ley 4144 de Residencia, vigente durante 56 años, que establecía que “el Poder Ejecutivo podrá ordenar la salida de todo extranjero cuya conducta comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público”.
Cuando se discute en la Cámara de Diputados, la Ley de Organización del Ejército, que con retoques vivió más de un siglo, fue también la concepción prusiana de Ricchieri la que se impone, contra la idea del Gral. Capdevilla que proponía el modelo militar suizo. En el debate intervino Alfredo Palacios, el primer diputado socialista de América, que volvió a cargar contra el SMO. “La ley de servicio militar obligatorio ha sido una ley desigual, odiosa, antidemocrática. Y vienen enseguida a mi memoria las palabra pronunciadas por un general argentino, quien al ver llegar un destacamento de conscriptos que se presentaban harapientos, con alpargatas y bombachas, dijo con sorna: ´por cierto que en aquel año sólo han parido las mujeres pobres´. Y es cierto: los pobres han sido solamente los que formaron los contingentes; los ricos habían tenido todos los medios a su alcance para escaparse de la Ley. ¡Oh, decantada igualdad ante la ley!”. (Palacios, 9 de agosto 1905).
La disyuntiva era clara y lo es hoy mismo. Militarismo o educación. La ley 1420, de enseñanza laica, gratuita y obligatoria, era la forma republicana de integrar la sociedad, el SMO, en línea con la Ley de Residencia, era el camino prusiano que terminó en el Plan Conintes y la Doctrina de la Seguridad Nacional. La lucha de los militares contra el terrorismo, contra el “crimen organizado” es ahora el viejo pretexto y conduce a una salida a la colombiana o a la mexicana.
El Nunca Más no puede convertirse en una frase banal
A 38 años del golpe militar es importante advertir que los viejos fantasmas siempre rondan a los vivos. Cuando los vientos de cola dejan de soplar, se caen las máscaras y las palabras sin contenido, el relato.
“Cada vez que, en las crisis de ingobernabilidad, apareció la “vacancia abierta por la indefensión de la República (conservadora, radical o peronista) y las fuerzas políticas no pudieron cerrarla, aparecieron las Fuerzas Armadas para soldar la grieta. ¿Qué pueden reprocharle los demócratas populistas al golpismo? ¿Qué sentido tiene cuestionarles los abusos cuando han legitimado el uso?”, recordaba Carlos Alberto Brocato, cuando a mediados de los ´80 discutíamos sobre la consolidación de la democracia.
Milani tiene que ser relevado de inmediato. El Ejército participó recientemente de una operación de desalojo de tierras en Río Gallegos, violando la Ley de Defensa. Se propone ingresar a las Villas Miseria en supuestas operaciones “sociales”; la Gendarmería al mando de Berni, detiene sin orden judicial a manifestantes obreros – entre ellos mujeres y niños – y los lleva a Campo de Mayo donde funcionó un campo de concentración de la dictadura. En los 30 años de democracia es la primera vez que un civil es detenido en Campo de Mayo. Existe una escalada de medidas represivas, desapariciones y muertes por torturas y apremios ilegales en cárceles y comisarías. No hay plata para los maestros, no existe infraestructura escolar para todos los niños que tienen derecho a la escuela pública, no se garantiza la salud pública, ni la vivienda y se duplica el gasto en espías y el aparato represivo. Hay que cerrar el paso a la pretensión de nuevos mesías uniformados. El ciclo del bonapartismo debe ser clausurado definitivamente.
“El entero ´secreto´ en el que actúan las FFAA en tiempos de paz es uno de los rasgos típicos de nuestra militarización” señalaba el MOVIP (Movimiento por la Vida y por la Paz), que contaba entre sus fundadores a Federico “Pipo” Westerkamp, Carlos Brocato, Roque Pedace y otros intelectuales comprometidos con los derechos humanos.