Son capaces de hacer 200 panes con tres kilos de harina pero eso no es una excepción ni ellas son heroínas. Lo suyo es un trabajo cotidiano, duro y doloroso. Porque aunque saben que no son responsables del hambre, no pueden evitar sentir la impotencia de que menos que nunca, ahora en emergencia sanitaria, alcance la comida. En comedores y merenderos las mujeres trajinan todo el día, inventan maneras de evitar el hacinamiento, pelean contra la policía que persigue a los adolescentes que hacen el reparto y también protegen y se protegen dengue y el coronavirus con muy escasas herramientas sanitarias. Pero ahí están, poniendo en valor sus tareas, haciendo redes feministas, recuperando los saberes que muchas acumulan desde el 2001. Para ellas no valen los aplausos, vale el reconocimiento de su trabajo que tiene que ser bien pago.
* Por Roxana Sandá
En la casa de Romi, las voces de sus hijxs a la hora de lo que debería ser la cena en esta cuarentena que alteró tiempos y espíritus, van subiendo el tono hasta que el chillido del más pequeño le arranca un pensamiento masticado hace tiempo:
–Basta, mañana le escribo a Tinelli.
La miran como a una loca, se ríen. Pero Romi Díaz, 34 años y décadas de sufrir en uno de los barrios más olvidados de la Ciudad ya lo decidió. Le va a escribir a Marcelo Hugo para decirle que el merendero y cocina a cielo abierto del barrio Charrúa no da para más. Desde el aislamiento social preventivo obligatorio que dispuso el Presidente se duplicó la cantidad de personas que buscan el plato de comida en esa manzana detrás de la “Ciudad Deportiva de San Lorenzo”, en el límite entre Pompeya y Villa Soldati. Falta carne y verdura. La orga que los asiste provée de fideos y arroz, pero no tienen repelentes, alcohol, guantes ni barbijos para protegerse y distribuir en las caminatas del reparto de viandas. Esta semana les donaron cloro. Piensan mutarlo a lavandina y repartirlo en la vecindad. “El dengue no perdona”, dice Romi, que se lo imagina “al Cabezón” llegando con bolsones de comida, cacerolas, packs de alcohol en gel y un plano para salvar la placita estallada en yuyos. “Vino una vez a la villa 1-11-14. Quién te dice, capaz ahora nos descubra a nosotros.”
Fantasear con el salvataje de un conductor de televisión es un permitido que dura lo que tarda en abrir la puerta del galpón o en descorrer la cortina de la pieza de madera y chapa. En menos de un mes, los comedores populares volvieron a convertirse en la radiografía más fiel de lxs que se resbalan de la planilla #Quedate en casa coronaviral, porque el hambre y el hacinamiento no dejan margen para historias de instagram. Miles se preguntan cuándo les tocarán los fondos rotatorios y el refuerzo alimentario. La respuesta es complicada: son el universo caído de los sistemas de beneficios sociales, asignaciones, contratos y salarios.
Según las últimas cifras del Indec, unas 2 millones de personas sobreviven en 320.000 hogares precarios. Las áreas malditas son el Gran Buenos Aires, NOA, NEA y parte de la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires. Si el hacinamiento es crítico, con más de tres personas por cuarto, el saneamiento es utópico: más de 6 millones viven en 1.800.000 hogares urbanos sin baño o en el mejor de los casos ubicado fuera del terreno o compartido con otras casas. Los desagües no están conectados a la red pública cloacal ni tampoco a cámara séptica, o el baño no tiene descarga de agua. Apenas 800.000 hogares con poco más de 3 millones de personas tienen baño con descarga, mientras que para higienizarse, unas 350.000 familias, 1.200.000 personas, procuran agua fuera de la vivienda.
El desastre ambiental lo completa un 7,6 % de la población arracimada en 6,3 % de hogares cercanos a basurales, es decir 3 millones de personas en 850.000 viviendas bajo condiciones insalubres. “El 10 % de los hogares no accede a la red pública de agua corriente -expone el informe-, el 30 % no dispone de gas de red y el 29 % carece de conexión a las redes cloacales.”
El merendero que sostiene Romi hace un par de años junto con quince compañerxs, se organiza en medio de la calle. “X los pibes”, recrea la olla popular dos veces por semana. En la era del COVID-19, las chicas salen a tirar del carro para llevar viandas y colaciones puerta a puerta, y los varones ayudan a cargar y descargar. “Repartíamos a unas 80 personas, y desde la cuarentena se duplicó la cantidad de gente que necesita comer”, explica. “Nosotras comprábamos verdura y carne, y el Movimiento Evita nos da fideos y arroz. Ya no sabemos qué va a pasar, se nos acabó la plata. Nos donaron tres kilos de harina y pudimos cocinar 200 panes que tampoco alcanzaron. Hacemos lentejas, y encima compramos de nuestros bolsillos bandejitas descartables porque estamos en la calle y no queremos contaminar.”
“X los pibes” es el único centro que alimenta al barrio. Mayoría migrante, costurerxs no registrados en talleres que cerraron tras declararse el aislamiento, trabajadoras de casas particulares, albañiles, changarines. Y sus familias. “Vienen lxs que nunca vinieron. Se llevan lo del mediodía y guardan para la noche. Nos preocupan los chicos en situación de calle. Les llevamos ollas con comida, y es poco. Ahora está el dengue y después dicen que el invierno va a ser más fuerte. ¿Qué vamos a hacer con la bronqueolitis?”
Este año se registraron 1.833 casos de dengue “en la Ciudad de la posverdad”, escribió Nacho Levy, referente de La Poderosa, en una columna publicada en este diario. “Sólo en las comunas del sur, 1.091. Sólo en la última semana, sumamos 450. Sólo en la Villa 21, hubo 214. Pero fíjense qué curioso, qué impredecible, qué inimaginable: justito ahí, en la Villa 21, el 70 % no tiene agua potable.”
Romi se ríe de las cifras del Indec. “Descubrieron la pólvora. Esto es Soldati, señores. Acá hay enfermedades, basurales, la mugre de las vías del tren abandonadas. No tenemos elementos de higiene y nadie del Gobierno de la Ciudad viene a fumigar. El martes cortamos nosotrxs el pasto de la plaza para evitar que se reproduzca el dengue, aunque igual se revientan las cloacas y todo es un desastre.” Cuenta que fueron a ver al padre Juan Isasmendi, de la villa 1-11-14, para que los ayudara con bolsones de mercadería y con los barbijos que quieren fabricar, pero el sacerdote les respondió que ellos también andaban necesitando máquinas de coser. “En el medio te para la policía o la gendarmería y te reprimen para que vuelvas corriendo a tu casa. La primera semana fue terrible, les gritábamos desde los balcones para que no se llevaran presa a la gente. ¿No ven que para comer y seguir viviendo tenemos que caminar cuadras? Nuestro patio es la vereda. Y cada territorio arma como puede su propio aislamiento.”
Pompeya y Soldati concentran algunos de los índices más altos de vulnerabilidad de la Ciudad: “Poder cumplir con el aislamiento social, preventivo y obligatorio, es una tarea casi imposible”, confirma un informe de la Red Feminista de Soldati, sobre la realidad de los barrios La Veredita, Ramón Carrillo y Villa Fátima, y que se replica en todos los espacios de este conglomerado al sur. “Muy pocos habitantes de La Veredita tienen trabajo formal: casi la totalidad se dedica a las changas y al cartoneo”, describen. “Hay una gran población de bebés pequeñxs, cuyas madres no pueden trabajar debido a sus necesidades permanentes de cuidado.”
En los comedores no hay vacantes desde antes de la cuarentena, no aumentaron las raciones alimentarias ni se reforzaron las existentes. “Se redujeron a la mitad las viandas repartidas por las escuelas, y las entregadas son de bajísimo valor nutricional: un sánguche de paleta y queso o sólo de queso, una fruta (usualmente madurada de más) y alguna barrita de cereal o pochoclo”, subraya el documento en el que le exigen al Jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, más presupuesto para Salud, reparto semanal de bolsones de alimentos por familia, provisión de garrafas a la población, suspensión de los desalojos y el otorgamiento de subsidio económico extraordinario para lxs habitantes que quedan fuera del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) por incompatibilidad con el programa Ciudadanía Porteña, “inexplicable en este contexto”.
La crisis del cuidado
– Yo no soy religiosa ni católica, pero en estos días llegué a rezar.
Lo que parece un chiste se transforma en congoja, y a Norma Morales empieza a temblarle la voz porque en Danubio Azul, su barrio en Dock Sud, se hizo la noche. “Así nomás. Doña Elsa, la cocinera, se acordaba el otro día de que en 2001 no teníamos carne ni pollo, como ahora.”
En el Centro Arco Iris, uno de los trece espacios comunitarios que coordina Barrios de Pie en zonas vulneradas de Avellaneda y que Norma aguanta con un grupo de compañeras, se triplicaron las demandas, se recargó la cadena de tareas no remuneradas y estalló la crisis de cuidados. “Hace una semana entregábamos cien raciones y ahora tenemos que cocinar 380, y aun así no alcanza. Quedaron diez familias sin comer. Doña Elsa llorando tuvo que decirles que no alcanzó. Duele elegir quiénes comen y quiénes no.”
Desde el 20 de marzo a esta parte, los medios y las redes agitan una campaña de romantización del aislamiento que a esta altura rasca en la obscenidad. Pero lo que se ve en el Docke es a doña Elsa llorando por considerarse responsable del hambre de sus vecinas y pidiendo perdón porque siente que ese trabajo no reconocido que realiza desde 2001 es su obligación como ama de casa. ¿Cómo visibilizar en esta coyuntura puntos de encuentro entre la economía feminista y la economía solidaria, que realizan principalmente las mujeres? Todas las referentes de comedores que dialogaron con Las12 deploran que su trabajo pueda quedar reducido a un acto de amor.
Son las mujeres y sus hijxs adolescentes quienes ponen en riesgo sus vidas al seguir atajando el hambre y reparando tejidos en un horizonte socioeconómico que va a profundizar las desigualdades de género, asiente Norma. “No sólo enfrentamos el hambre en 2001 y en los años del macrismo, sino que muchos niños dependen de nosotras para poder vivir. Nadie más lo va a hacer. Nuestras compañeras de las cooperativas textiles nos ayudan haciendo cofias y barbijos, pero no nos pasan el precio del valor de su trabajo. Ese tiempo no está remunerado claramente. A Elsa siempre tengo que repetirle que ella no es ama de casa, que es la cocinera del Centro. Hay que deconstruir esas lógicas en forma colectiva.”
La directora de Cuidados Integrales del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, Carolina Brandáriz, precisa que la pandemia puso de manifiesto la crisis del sistema sanitario y de cuidados, y la necesidad de su democratización en los barrios populares, que atraviesan una situación de emergencia. “Vamos a implementar el Programa El barrio cuida al barrio, que propone cómo organizamos la cuarentena, dando por supuesto que quienes viven en los barrios saben que la resolución de las necesidades básicas como alimentación e higiene es a través de lo comunitario.”
Desde el programa se prevé mantener comedores y merenderos abiertos para la entrega de viandas, e impulsar una política de promotoras y promotores comunitarios que distribuyan material de higiene y hagan un mapeo de la población de riesgo en los 4.500 barrios populares registrados en 2018. El 40 % de la población vive de ingresos económicos no formalizados y no tiene licencias por cuidado, concluye Brandáriz. “Por lo general son las mujeres más humildes y las que menos pueden acceder a un servicio de cuidado, quienes más cuidan. Por eso debe comenzar un proceso de valorización.”
La trampa del miedo
En lo que va de la cuarentena, 12 mujeres fueron asesinadas por sus parejas o ex parejas. Lo saben todes y entonces se pusieron en marcha contraseñas notables, subsidios para urgencias y gastos, difusión 24 horas de líneas de atención, aunque los registros de la Ufem y de la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema (OVD) destaquen que las denuncias bajaron en forma abrupta desde que el corona dejó entre cuatro paredes a victimarios y víctimas. ¿Cómo se procura en los barrios un poco de tranquilidad hasta que el virus se amesete? ¿En qué se convierten esas veredas que está prohibido pisar cuando la violencia de género es la otra pandemia de las barriadas? “El aislamiento nos transforma como seres humanos», alerta Norma. «Cuando lleva a situaciones violentas hay que salir de nuestras casas.”
A veces el diálogo familiar no existe en los sectores populares. «Por eso muchas tratan de salir un rato», resume. En las cuadras de los comedores o a la redonda se rescata a las que están angustiadas, a las que salieron con cualquier excusa justo a tiempo, a las que le descubrieron un ojo morado. “Les proponemos acercar las jarras de leche o el plato de comida puerta a puerta. Compartimos las actividades para que mantengan sus cabezas ocupadas y tratamos de encontrar herramientas para poder seguir juntas cada día.”
-Si no nos organizamos bien, esto estalla en dos semanas.
Elena “Dagna” Avia es otra que no se cansa de repetirlo en cada manzana de la Villa 21, en Barracas, a sus compañeras de la Junta Vecinal. El comedor Casa Usina de Sueños y el merendero Usina Abuela Teresa que coordina junto con el Frente Salvador Herrera distribuyen 161 raciones y 75 meriendas. Completan el listado de unos 100 comedores y más de 170 organizaciones asentadas en el territorio. El gas es un bien suntuario y no queda aliento para mantener las casas donde funcionan los espacios. La intención ahora es formar promotoras de salud, abrir comedores los fines de semana, unificar los de las manzanas más cercanas, concentrarlos en un lugar y dividir raciones para que la menor cantidad posible de personas tengan que trasladarse cuatro o cinco cuadras por una bandeja de comida.
“Estos problemas son caldo de cultivo para las violencias”, agrega Dagna. “Sabemos que con el correr de los días vamos a ser mucho más discriminadxs, y va a ser una decisión de mucha valentía salir a la calle a buscar comida, tengamos permiso o no. La policía viene a cagar a palos a los pendejos, les crean causas, y nosotras no queremos que mueran más pibes. Estamos en una red de mujeres donde vemos el trasfondo, le ponemos el cuerpo y nos fortalecemos con nuestra propia visión de este panorama, para ser capaces de poder contener los ataques. Siempre estamos nosotras de la forma que sea, más culturizadas, más o menos lastimadas.”
La ingeniera hidráulica María Eva Koutsovitis, coordinadora de la Cátedra de Ingeniería Comunitaria (UBA) y referente del Frente Salvador Herrera-CTA Capital, no duda un segundo: “Aquí nada cambió tanto. Todas las violencias ya estaban estalladas cuando llegó el coronavirus.” Y augura que el aumento de tareas comunitarias sobre jefas de familia va a sobrecargar una capa geológica de tragedias cotidianas. “La epidemia del dengue sobre los cuerpos, los comedores rebasados, las promotoras alimentarias o sanitarias que deben reemplazar a un Estado sin recursos, y las fotografías brutales que de pronto muestran a la Comuna 8 con la tasa más alta de tuberculosis o compartiendo con la Comuna 4 una mortalidad infantil que duplica la de las comunas del norte de la Ciudad, con una esperanza de vida que se reduce diez años en promedio.”
Para Koutsovitis, en la Ciudad de Buenos Aires faltan estrategias de apoyo y ni hablar de remuneración digna para quienes estarán a cargo de distribuir bolsones de alimentos. “Quieren contener una situación invisibilizada en las últimas décadas y que se disfraza de la peor manera, con una supuesta integración sociourbana en la que se invirtieron millones y que tiene que ver con cómo ha ido precarizando la vida sobre todo de las mujeres al frente de hogares monomarentales, generándoles enormes deudas.” Maquillan la ausencia de políticas de democracia urbana, señala, con la romantización de ollas y feminidades. “Esa mirada romántica tan nefasta de las mujeres pelando papas juntas, la romantización del ´quedate adentro´ como opción final, y el espacio público, ese lugar donde se reproduce la vida social en términos colectivos, visto como el peligro, desde el punto de vista urbano como mensaje es tremendo.”
El barrio La Lonja, en Villa Fiorito, integra el corredor de los cielos más precarios del sur del conurbano. Desde hace dos años, cada sábado el comedor NiUnaMenos interrumpe por unas horas la vida en el desamparo, con un esfuerzo difícil de narrar. No está bajo ningún programa municipal ni es asistido por organizaciones sociales. Lo mantienen algunas donaciones y la urgencia de construir un horizonte de resistencia feminista desde la economía popular. “Es re jugado, porque además de pararles la olla a unas 80 familias, hacemos talleres de arte, de serigrafía, estampamos remeras y organizamos charlas de violencia de género con profesoras ad honorem.” Gisella Rivas, la referente del comedor, habla en nombre de las doce mujeres que encararon este proyecto creado por la artista plástica Fernanda Laguna, integrante del colectivo NiUnaMenos.
Hasta que el coronavirus suspendió de un plumazo la posibilidad de discutir cómo quieren vivir. “Te gastaste todo el arroz y te quedaste sin changas porque la mayoría son con carro y caballo. Aquí no veo iglesias y los candidatos que vinieron a sacarse fotos con nosotrxs no volvieron. Las mujeres se caminan la Ribera desde Larrazábal hasta General Hornos y después recorren otras quince cuadras, por si pueden comprar más barato o si en algún comedor entregan comida. Pero la policía te echa o te lleva a la comisaría, no te da tiempo a ver si pescás algún comedor.”
En el barrio ya se llevaron a muchos chicos que buscaban comida. Cuando los devuelven a sus casas suelen darles diferentes “ultimátums” de despedida, denuncian sus madres. Algunos son promesas de muerte. “A ver si aflojamos un poco con la política del miedo, porque lo que necesitamos es una vida sustentable. ¿Qué va a pasar cuando no haya más donaciones? ¿Qué organismo va a reconocer que lo que hacemos es trabajo no pago? ¿Por qué el municipio no nos entregó todavía artículos de higiene en cantidad?”
-Si no recorrés, no comés -sentencia Gisella, corta. Quién se lo va a negar.
Una de las mujeres de la ronda de género que armaban antes de la cuarentena se separó en estos días. Es madre de tres niños, uno falleció hace un tiempo. No soportó que su compañero perdiera las changas y que desde el 20M los platos estén siempre vacíos. Mucho menos le importa que otros vecinos la verdugueen porque tomó la calle de nuevo. Ella sale a buscar comida. “Podríamos estar mejor si pudiéramos organizarnos en cooperativas, sin tener que ser ´amigas de o parientes de´. Claro que es un sueño que al toque me lo corta la calle, este descampado que nos separa del Riachuelo”, relata Gisella. “Montañas de tierra y basura llenas de mosquitos. Y ahí nomás Villa La Cava. Con ellxs compartimos los residuos y los casos de dengue, pero la delegación municipal fumiga apenas ocho cuadras a la redonda, porque cuando protestamos nos responde que sólo cuenta con dos fumigadores para todo Fiorito.”
Mantenerse en “ese bordecito”, como suele decir Dagna, “peleando para no mandar a la mierda a otrxs”, no es sencillo. “Los curas por ejemplo tienen un laburo impresionante, pero cuando fueron a verlo a Alberto Fernández no fueron capaces de decirnos armen un documento conjunto como vecinxs de las villas y organizaciones sociales para presentarle al Presidente.”
-¿Qué hubieras querido decirle a Alberto?
-Que las compañeras de las villas no dan más y tienen miedo por su salud. Que las casas no tienen patio ni terracita, por eso los chicos corren en los pasillos. Lxs inquilinos viven en piezas de un metro. ¿Qué distancia van a guardar? Que hay mujeres con seis críos y un violento en cuadrados de dos por dos. Las condiciones edilicias son desastrosas, el anillado nunca se termina, las aguas salen por todos los caños y esto es un criadero de dengue. Lavarse cantando el cumpleaños feliz parece joda. Quisiera decirle que vivir acá y con todos los quilombos se torna más violento, más desesperanzador. Y que espero que no nos deje solas.
Fuente: Página/12 | www.pagina12.com.ar