212136_1Imágenes de cuerpos raquíticos y contrahechos, aviones arrojando veneno, médicos poniendo inyecciones, familias en medio de las plantaciones agrarias, animales muertos, miseria rural, un camposanto. Las ha captado el fotógrafo Pablo Piovano (Buenos Aires, 1981) en municipios y comunidades de las provincias argentinas de Entre Ríos, Chaco y Misiones.

Los testimonios orales, incluidos en un “corto” de 10 minutos -“El costo humano de los agrotóxicos”- dan cuenta de la catástrofe: “En la casa lindante a uno de los campos que me pongo a investigar, encuentro 19 casos de cáncer en cuatro cuadras; lamentablemente han fallecido todos”; “Dos veces al año fumigan y vienen para acá esos venenos tan fuertes.”; “sembraban soja como a diez metros de la casa, y la fumigaban…”; “Pasan muchos aviones por el pueblo, que llevan químicos; eso afecta a los chicos y también cuando estás embarazada”. El fotoperiodista, que trabaja desde hace más de quince años en el periódico “Pagina 12”, ha expuesto los testimonios gráficos durante el Festival Internacional Photon celebrado en Valencia.

En las comunidades afectadas por las fumigaciones se empezó a observar una casuística médica –por ejemplo, asma y enfermedades en la piel- que se repetía entre las poblaciones. Se trataba del primer aviso. Más tarde empezaron a realizarse estudios epidemiológicos en las áreas fumigadas, lo que determinó el daño enorme que estaban causando los agrotóxicos. En la investigación y la denuncia ha desempeñado un rol muy significativo la Red Médicos de Pueblos Fumigados. El punto de partida, para muchos analistas, retrotrae a 1996, cuando el gobierno argentino aprobó la comercialización de soja transgénica y el uso del herbicida glifosato. Es el negocio de los agroquímicos, encabezado por unas 25 compañías –entre nacionales y extranjeras- que facturan 2.550 millones de dólares al año. En 2015 la Agencia Internacional de Investigación en Cáncer de la OMS reconoció el carácter cancerígeno que pueden tener diferentes agrotóxicos, incluido el glifosato.

Pablo Piovano recorrió en 2014, en un viaje iniciático de 6.000 kilómetros, las comunidades de las provincias litoral y norte de Argentina. La segunda vez regresó con un veterano periodista de “Página 12”, Carlos Rodríguez, para documentar lo que estaba ocurriendo en los pueblos. Hubo un tercer viaje, por las provincias de Santa Fe y Córdoba, donde despliegan su lucha las Madres de Ituzaingó, que han perdido a sus hijos o éstos han desarrollado enfermedades por los agrotóxicos. Las madres de este barrio de Córdoba, destaca el fotógrafo documental, “lograron que se fumigara a una distancia de más de 2.500 metros; o que se enjuiciara con condena a un piloto aeroaplicador de agroquímicos”. Se trata generalmente de territorios rurales (en el caso de Misiones, casi recónditos o colonias); en la provincia de Entre Ríos, ciudades rodeadas de campos en su gran mayoría de soja y maíz transgénico. El reportero conoció en el municipio de Basavilbaso a Fabián Tomasi, una de las personas que pese al politraumatismo que le impide levantar un mate, encarna la lucha popular contra la agroindustria y mantiene la lucidez sobre lo que le ocurre a él y a su entorno. Durante muchos años Fabián Tomasi realizó trabajos de carga y descarga en contacto con los agroquímicos.

El contacto con los productos tóxicos provoca efectos que denuncian las comunidades, los médicos críticos y los activistas. En las tres primeras semanas de embarazo se multiplican por seis las probabilidades que se produzca una malformación. Y no sólo se emplea el glifosato, subraya Pablo Piovano, sino venenos mucho más potentes como el 2.4-D. “Es un exfoliante, componente del Agente Naranja, arrojado desde los aviones durante la guerra del Vietnam para hacer caer la hojarasca de los árboles, y así identificar al enemigo; también se usó para arrasar los campos de cultivo”. A estos venenos poderosos se agregan otros como la Azatrina o el Bromuro de Metilo. Detrás de estos usos, afloran dramas como el de Andrea, una niña que con ocho años, mientras jugaba, respiró el bromuro de metilo en Alicia Baja, una colonia perdida en la provincia de Misiones donde se produce tabaco. Estuvo internada durante nueve días, cuando le subió repentinamente la fiebre. Una década después se ha de someter a un trasplante de riñón para salvar la vida. Pero las fumigaciones no sólo han quebrado la biografía de Andrea, sino también la de su familia: un hermano con una enfermedad mental grave, el padre con cáncer de estómago y la madre ya fallecida. “Toda una familia lacerada por el impacto de los químicos”, resume Pablo Piovano.

212136_2¿Qué dice un país de más de 40 millones de habitantes, Argentina, ante esta cruenta realidad? La exposición fotográfica “El costo humano de los agrotóxicos” permaneció hasta el 10 de abril en el Palacio Nacional de las Artes de Buenos Aires. Pero si fue acogida por este museo, uno de los más importantes del país, “se debe a la valentía del director, Óscar Smoje”, destaca Piovano. Porque el trabajo fotográfico, galardonado con seis premios internacionales, prácticamente no se ha difundido en el país. El fotógrafo lo achaca a las “complicidades mediáticas” con el agronegocio y a que en los suplementos rurales de los grandes diarios (“Clarín” o “La Nación”) se inserta mucho dinero en publicidad. Una de las empresas que invierte grandes cantidades en este apartado es Monsanto. Pablo Piovano insiste en los intereses cruzados entre la propiedad de los medios, las corporaciones financieras y los grandes “pools” de siembra. “En muy pocos años se han enriquecido de una manera abismal”.

Pero el Palacio Nacional de las Artes se llenó el día de la inauguración de la muestra, “parecía un acto político”. Por las redes sociales se multiplicó el eco de las fotografías (hace cuatro meses la obra ya sumaba 30.000 visitas). Había días que el fotógrafo recibía tres llamadas de los medios independientes, mientras en los convencionales “ni palabra”, destaca el fotógrafo de “Página 12”. Las instantáneas son, también, el testimonio de los periodistas que trabajan en pequeños medios de las provincias afectadas, que en ocasiones han recibido visitas en sus casas con las correspondientes “advertencias”. La idea de la exposición fotográfica es muy directa: el intento de recuperar la memoria ancestral y la conexión con la madre tierra; y volver a reconocerla como un ser sagrado, dador de vida.

Ocurre en un país donde el sector agropecuario consume cerca de 300 millones de litros de plaguicidas por año, es decir, 7,6 litros de agroquímicos anuales por habitante. Se trata de una de las cifras más elevadas del planeta. En los últimos 25 años, el consumo de agrotóxicos en Argentina se incrementó un 983% (de 38 a 370 millones de kilogramos), mientras la superficie cultivada aumentó en un 50% (de 20 millones a 30 millones de hectáreas). El país se ha convertido en un territorio de experimentación, que avanza hacia el continente, cuando “lo que está en juego es la soberanía alimentaria en el mundo”, resalta Piovano. Los activistas señalan a las corporaciones que se hallan detrás del agronegocio: Dow Chemical, Syngenta, Bayer, Dupont y Monsanto, entre otras. Una cuestión paralela es la del desplazamiento de comunidades y poblaciones para el cultivo de la soja. También las amenazas. A Edgar Fontanellaz y a su familia, del municipio de Firmat (Santa Fe), les tirotearon dos veces la casa después de 30 denuncias por fumigaciones. En más de una ocasión ha perdido el ganado y nunca ha podido cultivar su huerta orgánica.

El discurso oficial justifica las transformaciones agrarias por la necesidad de incrementar el PIB, las exportaciones y acabar con el hambre en el mundo, pero los campesinos se organizan y resisten a los embates, por ejemplo en Santiago del Estero. Tal vez el nuevo gobierno de Macri implique un “salto” adelante, con las empresas ingresando sin embozo en los ministerios. Leonardo Sarquis, actual ministro de Agricultura de la provincia de Buenos Aires, fue entre 2005 y 2007 gerente de la división de semillas vegetales de Monsanto para Argentina, Uruguay y Paraguay. El ministro de Industria, Juan José Aranguren, ocupó anteriormente la presidencia de la filial argentina de la petrolera Shell. Mientras, la expansión de los transgénicos desertifica la tierra (que absorbe con mucha mayor dificultad) y hace más demoledoras inundaciones como las recientes de Entre Ríos. Además, se corre el riesgo de que el agua penetre en los silos donde se guarda el grano o se almacenan los químicos. El material tóxico arrojado por las avionetas también se ha dirigido en ocasiones hacia los ríos. En muchas ocasiones las comunidades en resistencia han denunciado el soterramiento de bidones con sustancias agroquímicas, además de la contaminación de las aguas subterráneas.

En sus viajes Pablo Piovano ha observado situaciones en las que podía fracturarse el tejido social. Si en una zona de cultivo se producen fumigaciones, aéreas o terrestres, puede ello afectar gravemente a la parcela del vecino en la que se crían pollos o gorrinos, de hecho, se han dado casos de muerte del ganado, cabritos con dos cabezas o cerdos con anomalías. “Si uno quiere tener una huerta orgánica y el vecino fumiga, lo mata todo”, asegura el fotógrafo documental. La semilla transgénica tiene la capacidad de resistir al glifosato, pero éste liquida todo lo que hay en el entorno. Así se diseña en el laboratorio. Para denunciar con rigor los efectos perniciosos en la salud de las personas y el medio ambiente, los activistas piden una mayor implicación de la comunidad científica. Piovano termina la entrevista con una invocación desgarrada, muy cerca de la sala del Colegio Mayor Rector Peset donde expone “El costo humano de los agrotóxicos”: “Acá no estoy jugando; no vengo a traer mis fotitos ni hacerme el artista; vengo a traer un grito y una denuncia, con toda esa responsabilidad… la gente está muriendo y enfermando”. No sólo la que vive en las comunidades fumigadas: una porción normal de una ensalada común contiene cerca de 600 ug de veneno…

Fuente: www.rebelion.org

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