1467188421584Fue canillita y gracias a los libros escapó de la pobreza; durante la dictadura fue perseguido pero eso no le impidió convertirse en sociólogo y militante de las causas sociales; repaso por la vida de un héroe silencioso que abrazó a quienes más lo necesitaban.

Tal vez la síntesis de la obra de Alberto Morlachetti, quien murió el 20 de abril de 2015 a los 72 años, se resume en una frase simple pero cargada de valor: «No existe pedagogía sin ternura». Si bien era sociólogo, nunca decidió quedarse en la retórica, sino que siempre abrazó la idea de proyectar y concretar lo planeado. Y esa seguramente haya sido la génesis del trabajo de Morlachetti, el hombre que no quería hogares pobres para los pobres; el hombre que peleó por techos dignos, por buena comida y después, convidó juego y diversión. “Son como mis hijos, tengo que darles lo que le daría a un hijo”, decía todo el tiempo.

Morlachetti nació en Córdoba, aunque su lugar de pertenencia luego fue Avellaneda, donde se enamoró de Racing. Durante la infancia, difícil, trabajó, pateó la calle y vivió durante mucho tiempo en un conventillo. De no ser por sus padres, que lo mandaron al colegio, su destino hubiera sido diferente. Pero Alberto se topó con los libros y su vida comenzó a escribirse a la par de los textos de Marx, el Nuevo Testamento y los diarios y revistas de la época.

Luego de anotarse en la UBA y de comenzar a estudiar y trabajar al mismo tiempo -lo que lo convertía en un personaje singular en el barrio-, emprendió su primer proyecto: armó partidos de fútbol con chicos de la calle que, luego de jugar, tomaban chocolatada y comían facturas que el mismo Morlachetti pedía en las panaderías. Los picados se armaban en un terreno olvidado donde tiempo atrás se había filmado la famosa película «Pelota de Trapo», dirigida por Leopoldo Torres Ríos y protagonizada por Armando Bó. Al tiempo, tras vender rifas y realizar distintas actividades para juntar dinero (muchos años después confesó que eso no alcanzó y debió hipotecar su casa), consiguió comprar dos lotes y fundó la Casa de los Niños de Avellaneda. Era el año 1982.

En el tramo final de la dictadura y con un índice de pobreza y mortalidad infantil que aumentaba cada mes, Morlachetti y otros vecinos del lugar crearon el hogar para adolescentes Juan Salvador Gaviota y la biblioteca Pelota de Trapo. “Nuestro compromiso con los niños no es caritativo ni piadoso; es un compromiso amoroso”, decía el hombre que rescató lo mejor del pedagogo brasileño Paulo Freire.

El hogar Salvador Gaviota alberga, desde 1986, a chicos con causas penales y en situación de abandono, pibes que deambulaban por la vida y encontraron en la creación de Morlachetti un lugar donde pudieron convertirse en personas productivas. Entonces, la fundación de la Escuela Talleres Gráficos Manchita, una imprenta que además edita el boletín Pelota de Trapo, se convirtió en la posibilidad -tal vez la única- para muchos jóvenes. Después, y a través del estímulo incesante del hombre de ojos transparentes y pelo y barba entrecana, nació la Panadería Panipan, que abastece a los hogares y al barrio, y donde los chicos mayores trabajan y muestran orgullosos sus facturas, sus panes y sus alfajores, que luego ofrecen en servicios de catering.

«Los primeros dos años de vida son fundamentales porque, como decía una poeta, [los niños] hacen sus huesos, hacen su sangre, se van conformando, es decir, casi hacen el diseño definitivo de lo que va a ser su vida (…) Si nosotros no somos capaces de darle al niño en esa etapa fundamental de la vida lo que necesita para crecer, estamos cometiendo casi sacrilegio”, sostenía Morlachetti, quien sostuvo siempre que el principal proveedor de humanidad era el trabajo y, por eso, fundó su obra bajo cimientos que nada tuvieron que ver con la caridad y la lástima. Bajo la premisa de que el hambre es un crimen, se cargó a sus espaldas el deber que, según él, «no es algo que le compete únicamente al Estado, le compete a la sociedad en su conjunto”.

Visionario, vislumbró el mayúsculo crecimiento de villas y asentamientos y fue testigo de malas políticas que no opacaron su ilusión ni sus ánimos, a veces, utópicos. En los últimos tiempos, cuando ya transitaba la enfermedad que le quitaría la vida, Morlachetti solía citar a Oscar Wilde: “No me dejéis morir sin la esperanza de ser incomprendido», decía, con la convicción de que «nadie está al resguardo de la esperanza humana».

De su abuelo Antonio, un singular anarquista, rescató valores intachables y aprendió que los chicos modifican la naturaleza y las relaciones sociales, igual que pueden hacerlo los adultos. Porque, en sus palabras, un país se maneja con políticas que tengan que ver con la justicia, «políticas donde sepamos repartir la mesa, donde papá tenga un buen trabajo, un buen salario, donde haya muchísimo amor para los hijos».

El Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo

Mientras cumplía funciones como funcionario de la provincia de Buenos Aires y combatía la marginalidad del territorio que a finales de los ’80 gestionaba Antonio Cafiero, Morlachetti creó el Movimiento Nacional Chicos del Pueblo y reunió a más de 400 organizaciones sin fines de lucro adheridas a la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA). Así, entre todos, se encargaron de defender y difundir los derechos de los niños en situación de calle. Todos los años, la Marcha de los Chicos del Pueblo recorre el país para hacer visibles a los jóvenes y chicos que son silenciados por un sistema que los aparta.

«Nosotros hemos hecho desde el año 2001 marchas nacionales marcando que ’el hambre es un crimen’ pero no es fácil. El hambre se ha erradicado en países nórdicos como Suecia y Noruega, donde se distribuye la riqueza que se produce, pero aquí no pasa eso», explicaba Morlachetti en una entrevista de 2012 para ArgenPress.

Morlachetti fue, además, uno de los impulsores de la Asignación Universal por Hijo (AUH), una contribución monetaria que les corresponde a los hijos de las personas que están desocupadas. El Viejo, como todos lo llamaban, ese hombre que desde siempre eludió la exposición, el que alguna vez fue canillita y quien frente a todo consiguió estudiar en la facultad, terminó sus días en una humilde casa de Avellaneda, su lugar en el mundo. Alguna vez lo visitó Joan Manuel Serrat y, entre mates, charlaron de la realidad del país. «Hay delitos que para los pobres nunca prescriben. La pobreza es dura, una cicatriz abierta», solía decir Morlachetti.

Más de una vez lo trataron de loco: no todos entendían que una persona con tanta capacidad intelectual, que era docente universitario y había leído a los grandes pensadores de la historia, pudiera dedicar su vida a una causa más bien utópica. Pero lo que muchos no comprendieron fue que Morlachetti tenía la necesidad de compartir su vida y darle amor a aquellos niños que transitaban una vida injusta. De a poco, se convirtió en quien los inició en el trabajo y ejerció un rol paternal que lo llevó a reestructurar su visión de la vida. «Yo tuve que aprender de ellos», decía. «Tuve que aprender para enseñarles.»

A los 72 años, este referente de los movimientos sociales puede haberse ido, pero dejó un legado imborrable. «Se fue de puntillas, silencioso en la noche, y levantó vuelo. Estaba harto ya de su cuerpo colonizado por un monstruo invasivo», reza la despedida que le dedicó la agencia de noticias Pelota de Trapo.

En una entrevista del año 2009 para el diario La Nación, Morlachetti resumió, en una anécdota, los resultados del gran trabajo que ejecutó a lo largo de tantos años de amor y lucha: «Una vez vinieron a contarme que en una excursión uno de mis chicos, Ernesto, había robado manzanas de un puesto. Lo agarré al pibe y le dije: ¿cómo se te ocurre hacer eso? Momento, Alberto -me contestó-. No es así. Yo vi las manzanas rojas y sentí que me llamaban. ’Ernesto, lleváme. Ernesto, lleváme’, me decían las manzanas. Yo no las robé, sólo accedí a lo que me pedían. Ernesto hoy es fotógrafo y sigue cantando tangos, y tiene una buena familia. Era, en aquellos viejos tiempos, un residuo de la sociedad».

Fuente: www.girabsas.com

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