Waldo Ansaldi Doctor en Historia por la Universidad Nacional de Córdoba, su campo de trabajo es el de la sociología histórica. Es investigador principal del CONICET y Director del Instituto de Estudios sobre América Latina y el Caribe (IEALC) de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
Se desempeña también como titular de la Cátedra de Historia Social Latinoamericana (UBA), dirige el Taller de Investigación de Sociología Histórica de América Latina (UBA), y ha sido profesor de grado y posgrado en universidades nacionales e internacionales. Escribió entre otros ensayos “Historia de América Latina”, “La democracia en América Latina, un barco a la deriva y América Latina. La construcción del orden”. Ansaldi apunta que hace rato las burguesías nacionales desaparecieron del continente y apenas son un mito al que echa mano el discurso de algún político, no obstante cree en la capacidad reguladora del Estado, y su papel a la hora de incidir en la construcción de un modelo de desarrollo y el reparto de la riqueza.
–Aún en la izquierda, ciertos sectores depositan sus esperanzas alrededor del desarrollo local de una burguesía nacional, cuya existencia es por lo menos discutible.
No, hoy no existe, hace tiempo que desapareció. Tanto en Argentina como en otros países latinoamericanos donde alguna vez las hubo. Las burguesías nacionales tuvieron su mejor momento mientras tuvo vigencia el modelo económico de la industrialización sustitutiva de importaciones, particularmente bajo los populismos llamados clásicos. Cuando ese modelo comenzó a agotarse, a mediados de los años 1950, las burguesías nacionales comenzaron a ser cada vez menos nacionales y cada vez más asociadas a los capitales imperialistas. Incluso la burguesía brasileña, a la cual suele ponerse como ejemplo de una burguesía que defiende los intereses nacionales, es -y desde hace mucho, como en su momento demostrara Fernando Henrique Cardoso- una burguesía asociada a dichos capitales. Por cierto, esa asociación no está exenta de eventuales conflictos, algunos de los cuales han tenido en el pasado (y pueden tenerlo hoy) niveles agudos. Pero se trata de coyunturas, más bien breves. La regla es predominio de la unidad fundamental de intereses sobre las diferencias, los «corto circuitos».
–Es inviable que en algún momento los intereses de la alta burguesía y su voracidad por lograr el mayor lucro posible no entren en contradicción con los intereses de los sectores populares o los que propugnan un “fifty fifty” eterno, una especie de fin de la historia que divide por igual la torta.
Los intereses de la burguesía son siempre contradictorios, opuestos y antagónicos con los de las clases populares. Históricamente, es posible constatar coyunturas en las cuales la distribución de los ingresos es más o menos igual -de hecho, en Argentina así ocurrió a mediados del siglo pasado, bajo el peronismo-, pero en rigor es una ficción estadística, pues una mitad se reparte entre millones de personas, y la otra mitad entre, el mejor de los caos, unas centenas de miles. Una simple operación aritmética mostraría un reparto per cápita de ese fifty-fifty notoriamente desigual.
En América Latina, la disminución de la oposición entre burguesías y clases populares alcanzó su clímax durante las experiencias populistas. Pero como bien señaló el agudo politólogo brasileño Helio Jaguaribe, hace casi medio siglo, las burguesías nacionales acompañaron el proceso redistributivo favorable a los asalariados por mero oportunismo.
Cuando las cosas se complicaron -digo, cuando llegaron las crisis-, se abrieron, devinieron hostiles y, más decisivamente aún, cuando debieron optar entre la defensa de los intereses nacionales y los propios de la clase, no vacilaron: sacrificaron los primeros en favor de los segundos. Por cierto, también puede ocurrir, particularmente en el caso de clases o fracciones de clase especulativas, que el tiro les salga por la culata como le ocurrió a los productores de soja argentinos: por querer beneficiarse más, en detrimento de los clases populares, terminaron perdiendo (dentro de márgenes de ganancia extraordinarios, por lo demás).
-En cuanto al rol del Estado, se puede pensar que la leyes sean capaces de alterar el comportamiento natural de la burguesía?. Es imposible olvidar aquel lamento público del ministro Juan Carlos Pugliese, señalando que su gobierno hablaba al corazón de los grupos económicos y estos siempre le contestaban con el bolsillo.
En sociedades de clases, el Estado es el Estado de la clase dominante, pero ello no significa que sea siempre un Estado «capturado. Sobran los ejemplos, en la historia del capitalismo a escala planetaria, de situaciones en las cuales los Estados han tomado decisiones que en el corto plazo han afectado los intereses de la burguesía, decisiones que apuntaban, estratégicamente, a perpetuar esos intereses.
La realidad no sólo es compleja: es también aparente. Para desentrañar lo que hay por debajo de la superficie fáctica existen las ciencias sociales. Si analizamos el formidable utillaje que ellas no brindan, sin pre-juicios ni idolatrías, no debemos perder de vista que las clases sociales -ni las dominantes, ni las dominadas- monolíticamente homogéneas.
La lucha de clases no es sólo entre las antagónicas: a veces se dan en el interior de una misma clase, pudiendo ir desde el conflicto de intereses hasta enfrentamientos de mayor envergadura. Por eso, si queremos especificar el carácter del poder estatal -es decir, el contenido de clase concreto del Estado o, si se prefiere, identificar a la clase dominante-, no sólo hay que observar sólo una clase social. Hay que analizar la situación económica, política, ideológica de varias clases.
Las cosas se entienden mejor si tenemos en cuenta que, entre otras cosas, hay siempre una lucha por la hegemonía, particularmente la hegemonía política. Esta es una lucha inter clases e intraclase.
Obviamente, salvo coyunturas excepciones, como las de una situación revolucionaria, es más decisiva la lucha que se da entre fracciones del capital o de la burguesía, o burguesas. En contextos como esos, no es raro que el Estado tome medidas favorables a una fracción del capital, en detrimento de otra u otras. A veces, se trata de disciplinamiento del capital, algo que no ha sido ni es extraño en la historia de la sociedad argentina, como bien ha demostrado Eduardo Basualdo en varios de sus trabajos.
En cuanto a la célebre frase de Juan Carlos Pugliese, siendo ministro, fue, en el mejor de los casos, expresión de una formidable ingenuidad política, para decirlo amablemente. O de desconcierto, de mayor desorientación que la de Adán en el Día de la Madre.
-Como definiría el modelo K, si es que existe y esa utopía de “capitalismo serio”.
Lo que suele llamarse modelo K se da en un país capitalista dependiente, por tanto, sujeto al patrón de acumulación del capital definido en los países centrales. Ese es un límite difícil de franquear, si no infranqueable, mucho más en un contexto de mundialización del capital.
Es cierto que la multipolaridad del mundo actual y el protagonismo de nuevos actores en el escenario mundial -los capitalismos ruso y chino, especialmente, o los BRICS, siendo un poco más generosos- permiten un margen de maniobra mayor que en el pasado. Pero el patrón de acumulación del capital basado en la valorización financiera sigue marcando el rumbo. Dentro de él hay ciertos márgenes para acciones correctivas, morigeradoras de los efectos más perversos y dañinos de ese patrón. Una de esas acciones es el retorno a la intervención del Estado en la economía. Es lo que hacen y/o intentan hacer los llamados gobiernos progresistas de América Latina, con condicionamientos objetivos, incluso con contradicciones y contramarchas.
En el comienzo de su gobierno, Néstor Kirchner entendía que era imposible un proyecto de país sin la consolidación de una burguesía nacional verdaderamente comprometida con los intereses de Argentina. Mirado desde la óptica de construcción de un capitalismo más o menos autónomo, no estaba mal. El problema es que la tan mentada burguesía nacional no existía en ese momento, ni existe ahora, al menos como para pensar en una fracción dispuesta luchar por la hegemonía. Y la que hay, raquítica, está lejos de pensar en la dirección que pretendía el ex presidente.
A mi resulta convincente, en términos generales, la explicación dada por Eduardo Basualdo, particularmente en su libro Sistema político y modelo de acumulación. Según él, el gobierno de Kirchner osciló, ambivalentemente, entre medidas y reivindicaciones populares, por un lado, y concesiones a los sectores dominantes para asegurar la reproducción ampliada del capital. La ambivalencia se extendió hasta el conflicto generado por la Resolución 125, de resultas del cual surgió el paradigma dominante de lo que Basualdo llama la «patria sojera», es decir, basado, como tantas veces, en la producción agropecuaria pampeana, si bien el cultivo de la soja permitió una expansión de la frontera agrícola hacia regiones que históricamente estuvieron marginadas.
Según Basualdo, después de ese conflicto la cuestión de la hegemonía se resolvió en términos clásicos mediante el disciplinamiento del capital, apelando a una redefinición del papel del Estado, ahora -comparada con la etapa neoliberal- más decididamente intervencionista y, sobre todo, orientado a satisfacer necesidades y demandas de las clases populares y de los sectores menos favorecidos económicamente. La Asignación Universal por Hijo, la política en materia jubilatoria, los diferentes planes de inclusión, el inicio de la recuperación de los ferrocarriles son, entre otras, medidas que ilustran esa política de inclusión. Claro que, en contrapartida, los grandes grupos económicos no han sido golpeados y algunos de ellos -como el bancario- tienen márgenes de ganancias anuales formidables. Más aún: al capital y a los capitalistas no les gusta que los disciplinen.
Por eso reclaman el retorno a políticas neoliberales. Hay, entonces, una lucha ideológica y cultural, esto es, por la hegemonía, que se está resignificando. Tal vez la definición de la candidatura presidencial del Frente para la Victoria nos dé una pista de hacia dónde apuntará dicha hegemonía.
El ciclo iniciado en 2003 muestra dos liderazgos sucesivos con formidable capacidad de marcar la agenda política, quizás más notoria en el caso de la presidenta Cristina Fernández. Tal vez resulte más notable por el pauperismo de las fuerzas políticas opositoras, pero este pauperismo no debe entenderse como minusvaloración de un notable liderazgo. En contrapartida, dice Basualdo (y acuerdo con él), el déficit original kichnerista se produjo en 2005, cuando Kirchner abandona el prometedor proyecto llamado de la transversalidad y optó por el denominado pejotismo. Y si bien el FpV es algo más que el PJ y no debe ser reducido a éste, so pena de equivocarse feo, no deja der interesante reflexionar sobre la, para algunos, provocadora proposición de Basualdo, según la cual el PJ no tiene la capacidad para generar un proyecto popular y nacional perdurable, porque es más expresión de partido del orden que de uno constructor de un proyecto genuinamente popular. Se puede concidir o no con la proposición, pero qué bien nos vendría discutir seriamente en términos estratégicos, esos que sirven para definir qué queremos ser y hacia dónde queremos ir.
-Es parte de los mitos pensar que en otros países, los sectores de la alto burguesía tienen un componente cultural que lo hace más nacionalistas que los miembros de esa clase en la Argentina?. Me refiero a Estados Unidos, Chile por ejemplo.
Creo que es un mito, máxime en la fase actual de transnacionalización o mundialización del capital. En todo caso, puede que los grandes burgueses norteamericanos tengan, si no sentimientos acendradamente nacionalistas, la firme convicción de ser portadores del Destino manifiesto, es decir, la firma convicción de haber sido, los Estados Unidos, elegidos por la Providencia para ser dueños del mundo.
Artículo publicado en el Periódico de la CTA Nº 108, correspondiente al mes de marzo de 2015