Dentro de la problemática del uso de agrotóxicos en nuestro país, uno de los temas más acuciantes e ignorados por los grandes medios y las autoridades es, sin dudas, es el de las escuelas fumigadas. Con el fin de darle difusión y mayor visibilidad a este flagelo, el martes 28 de octubre Unidad Popular (UP) convocó a una audiencia pública en el edificio anexo del Congreso Nacional organizada conjuntamente con la Red de Médicos Fumigados, Paren de fumigar, Unión de Asambleas ciudadanas y El Galpón. Allí se conocieron testimonios de docentes y alumnos de escuelas rurales afectados por el uso de pesticidas en campos lindantes con los predios de esos establecimientos educativos, y se realizaron análisis de sangre a 20 de los asistentes para comprobar la existencia de estas sustancias en sus cuerpos.
El encuentro lo abrió Antonio Riestra, diputado de UP e integrante de la Comisión de Población de la HCDN, quien expuso algunas cifras que muestran por si solos la realidad que viven a diario miles de chicos que viven en el campo: “cerca de 700 mil niños se encuentran en riesgo por fumigaciones tanto aéreas como terrestres, en la última campaña se arrojaron más de 317.000 millones de litros kilos de productos tóxicos. Ha significado más de 2.300 millones de dólares según CASAFE, la Cámara que agrupa a los “productos sanitarios”, un eufemismo que muchos hemos descartado para hablar directamente de los productores de agrotóxicos” Estamos hablando de más de doce millones de personas afectadas en escuelas rurales y periferias de las grandes ciudades.”
Marta Berleo, profesora de la escuela René Favaloro, de Santa Ana, provincia de Entre Ríos, relató una situación que se repite y que, muchas veces, hasta enfrenta y afecta a vecinos: “ya habíamos visto en varias oportunidades un mosquito y a veces a los aviones fumigando los campos aledaños no tan cercanos a la escuela. A principios de año, trabajando en la escuela con los chicos, con una compañera embarazada, impunemente y desfachatadamente, estaban fumigando frente a la escuela, calle de por medio. Los maestros salimos a sacar fotos y a pedirle a la directora que por favor llamara a alguien porque desconocíamos el protocolo que hay que seguir en estas situaciones, y la directora nos dijo que “esa persona tenía autorización para fumigar”. Y como AGMER nos respalda, queríamos llamarlos. Subimos a una camioneta y nos paramos delante del mosquito. Le saqué varias fotos, y cuando le pregunto al muchacho que lo operaba quien arrendaba ese campo, me dijo que ese campo es de la directora de primaria. O sea que tiene soja. Le pedimos a la persona que explota ese campo que no fumigara porque estaba la escuela llena de chicos, y como respuesta recibimos que “tienen que matar el gusano de la soja”. Si también nos mataba a nosotros, parece que no había problemas. Pero la verdad es que la gente se muere mientras seguimos discutiendo cuantos metros nos tienen que separar de las fumigaciones.”
Leonardo Moreno, licenciado en Información Ambiental de la Universidad de Luján, docente en Exaltación de la Cruz, provincia de Buenos Aires ofreció un aspecto más optimista, al mostrar como la nueva generación pelea por sus derechos:“hace dos martes, hubo una nueva fumigación y uno de los estudiantes se a hablar con la dirección y no se le dio mucha pelota. Ahí tenemos otro problema, ya que no sólo tenemos que luchar contra el discurso hegemónico de que estamos en el campo y que se trabaja así, algo totalmente natural, y estar haciendo mi trabajo de docencia a menos de dos metros de un campo de soja transgénica. Mostrarle el sembrado a los chicos, y que ellos me digan que es soja, que muchos trabajan como chicos banderilleros y que no pasa nada si se mojan con el glifosato. Y referían informes que habían visto en la televisión y que decían que estaba todo bien. Luego de 4 años de esto, ya por lo menos los chicos le van a avisar a la dirección que están fumigando al lado. Por ahora llegamos hasta ahí.”
Miryam Gorban, de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la facultad de Medicina, y de la de Medicina Alimentaria de la UNLZ, instó, entre eufóricos aplausos de los presentes, a llamar a las cosas por su nombre, ya que “decimos que hay un genocidio cuando nos referimos a los campos de concentración el Alemania con el gas mostaza. O al agente naranja que desfoliaba los bosques de Vietman. ¿Esto, no es un genocidio? ¿Por qué no lo catalogamos de una vez por todas como tal? Tenemos que tomar conciencia de que esto no afecta sólo a las escuelas rurales sino a todos. Hace dos meses hubo una reunión internacional convocada por la Academia de Ciencias de China, en la que participó una delegación argentina, que fue la única que presentó los casos clínicos de los pueblos fumigados. Ahí había científicos de todo el mundo. Se elaboró un informe se dice cuales la situación de salud del pueblo chino, porque ellos con la soja transgénica que le vendemos hacen aceite que se usa en la alimentación humana, no se la dan a los animales como en Europa. Nosotros decimos que todos los alimentos que están en las góndolas de los supermercados, lo que denunciamos como comida ultraprocesada o cualquier cosa que no son alimentos, están producidos precisamente con el resultado, derivados, los extendidos, lisados y como se llamen los derivados de la soja transgénica. Y en especial van a los chicos. Lo terrible de esta alimentación industrial es que está produciendo este tipo de alimentos para las escuelas. Y si son pobres, mejor. Pero a la de los ricos también, porque comen más que ninguno. Salen a comprar la comida chatarra. Debido a todo esto hay problemas de conducta, autismo, diabetes, anorexia u obesidad que no se resuelven con el psicólogo escolar sino con un Consultorio de Salud Interdisciplinario completo en cada uno de los establecimientos educativos.”
Marta Maffei puntualizó con firmeza que “el ministerio de Educación está obligado a respaldar la Ley Nacional de Educación 26.206 que expresa textualmente en su artículo 89 la obligación de enseñar educación ambiental, que incluye los contaminantes agrícolas, la minería y toda la porquería que nos han metido con este modelo productivo, mientras que, el 126 establece los derechos de los alumnos y dice que deben ser protegidos de cualquier agresión física, psicológica o moral. Rociarlos con veneno, ¿no es agresión física? También tienen derecho a asistir a establecimientos sanos, sin contaminación y sin enfermedad”.
Quien se expresó en el mismo sentido fue Sofía Ramírez, docente en el norte de la provincia de Santa Fe en el límite con Chaco, quien propuso que “esto de la fumigación, de la contaminación, del envenenamiento forme parte de la currícula de las escuelas. Así como les enseñamos a nuestros chicos que tienen derecho a la salud, a la vivienda y la educación, también recalcarles que están violando y pasando por arriba a esos derechos de vivir dignamente y en condiciones de salud. Y el problema es que, como allá los productores son pequeños, son muy cercanos a nosotros, incluso muchas veces nos ayudan en algunas cuestiones y ahí es donde se plantea el dilema.”
También relataron sus experiencias Elisa Lofler, docente jubilada de Coronel Suárez, contaminada con endosulfán; Estela Lemes, Directora de escuela de Gualeguaychú y José Luis Ramal, personal único de escuela en Entre Ríos.
Entre los participantes y adherentes se encontraron Victoria Donda (Libres del Sur), Cátedra libre de salud y alimentación UBA, Encuentro Socio ambiental de Buenos Aires, Red de Abogados Pueblos Fumigados, Comisión de Bienes comunes – Facultad de C. Exactas UBA, Asamblea sobre deuda y bienes comunes, Conciencia solidaria, Frente de lucha por la Soberanía alimentaria Argentina, Foro por la salud y el ambiente (Vte. López), Red Ecosocialista de Argentina, Movimiento Popular La Dignidad, Instituto de formación e investigaciones Orlando Fals Borda, Foro General Viamonte, Movimiento por la Unidad Latinoamericana y el Cambio social (MULCS), Asoc. Movimiento por los Derechos, Ciudadanos, Unión de Asambleas Ciudadanas y la Mutual Sentimiento.